sábado, 11 de octubre de 2008

Supertriste

Pisar por donde pisan sus pasos cotidianos; respirar de la misma porción de aire que respira a diario; mirar hacia arriba y ver el mismo trozo de cielo que ve todos los días; recorrer sus repetidos itinerarios; parar a comprar donde alguna vez ha comprado; mirar el paisaje que contínuamente la rodea: los edificios, las luces de la ciudad vistas desde lo alto en la penumbra del alba y en el gris del crepúsculo. Obligado a la soledad, condenado a olvidar sin un juicio justo , forzado sin remedio a la distancia ... porque sí.
El sol del mediodía del sur, en este principio del otoño, todavía quiere ser protagonista, no se conforma con un verano de cinco meses a una media de 30 grados diarios, no: quiere seguir hiriendo, demostrarnos hasta la saciedad que sin el escudo de la atmósfera seríamos un pedrusco seco y candente, cenizas abrasadas: un infierno real.
Al acariciar su pelo creí notarle un leve atisbo de rubor, camuflado bajo una sonrisa semi-forzada. Volví a sentir su piel, volví a oler "su olor", oí otra vez su voz, me ví otra vez en su mirada. Pero yo-ya-no-era-yo ni ella-era-ya-ella; ninguno de los dos éramos ya los mismos, nunca más lo seremos (¿es acaso esto sorprendente?): sólo éramos un recuerdo, dos hologramas proyectados por nuestro sistema de autodefensa, dos imágenes buscándose en los archivos del corazón; la sensación de tener en el alma un regusto mitad amargo, mitad dulce, y, finalmente, agrio: exacta, matemática e inconfundiblemente, el sabor del amor. Del verdadero amor, que
de forma ineludible y cruelmente hermosa, nace y muere para siempre con nosotros (y nosotros con él).