Pisar por donde pisan sus pasos cotidianos; respirar de la misma porción de aire que respira a diario; mirar hacia arriba y ver el mismo trozo de cielo que ve todos los días; recorrer sus repetidos itinerarios; parar a comprar donde alguna vez ha comprado; mirar el paisaje que contínuamente la rodea: los edificios, las luces de la ciudad vistas desde lo alto en la penumbra del alba y en el gris del crepúsculo. Obligado a la soledad, condenado a olvidar sin un juicio justo , forzado sin remedio a la distancia ... porque sí.
El sol del mediodía del sur, en este principio del otoño, todavía quiere ser protagonista, no se conforma con un verano de cinco meses a una media de 30 grados diarios, no: quiere seguir hiriendo, demostrarnos hasta la saciedad que sin el escudo de la atmósfera seríamos un pedrusco seco y candente, cenizas abrasadas: un infierno real.
Al acariciar su pelo creí notarle un leve atisbo de rubor, camuflado bajo una sonrisa semi-forzada. Volví a sentir su piel, volví a oler "su olor", oí otra vez su voz, me ví otra vez en su mirada. Pero yo-ya-no-era-yo ni ella-era-ya-ella; ninguno de los dos éramos ya los mismos, nunca más lo seremos (¿es acaso esto sorprendente?): sólo éramos un recuerdo, dos hologramas proyectados por nuestro sistema de autodefensa, dos imágenes buscándose en los archivos del corazón; la sensación de tener en el alma un regusto mitad amargo, mitad dulce, y, finalmente, agrio: exacta, matemática e inconfundiblemente, el sabor del amor. Del verdadero amor, que de forma ineludible y cruelmente hermosa, nace y muere para siempre con nosotros (y nosotros con él).
El sol del mediodía del sur, en este principio del otoño, todavía quiere ser protagonista, no se conforma con un verano de cinco meses a una media de 30 grados diarios, no: quiere seguir hiriendo, demostrarnos hasta la saciedad que sin el escudo de la atmósfera seríamos un pedrusco seco y candente, cenizas abrasadas: un infierno real.
Al acariciar su pelo creí notarle un leve atisbo de rubor, camuflado bajo una sonrisa semi-forzada. Volví a sentir su piel, volví a oler "su olor", oí otra vez su voz, me ví otra vez en su mirada. Pero yo-ya-no-era-yo ni ella-era-ya-ella; ninguno de los dos éramos ya los mismos, nunca más lo seremos (¿es acaso esto sorprendente?): sólo éramos un recuerdo, dos hologramas proyectados por nuestro sistema de autodefensa, dos imágenes buscándose en los archivos del corazón; la sensación de tener en el alma un regusto mitad amargo, mitad dulce, y, finalmente, agrio: exacta, matemática e inconfundiblemente, el sabor del amor. Del verdadero amor, que de forma ineludible y cruelmente hermosa, nace y muere para siempre con nosotros (y nosotros con él).