lunes, 1 de diciembre de 2008

El Corredor


Largo y umbrío, desafiante aunque silencioso. Al final, la habitación fría por la ausencia precisamente de lo que le da nombre: habitantes. Olor a cerrado. A muerte. Mi muerte.
Al abrir el cajón de la cómoda para cojer alguna ropa de abrigo, con motivo de un próximo viaje al norte, un collar. ¿Quién se lo habrá dejado olvidado? Está frío, como la habitación, como yo. Será mejor volver a ponerlo donde estaba, en el cajón con los jerseys de lana: quizás ahí, cobijado entre tan confortable compañía, deje de tiritar. Aunque ahora que lo pienso, ahí solitario y sin un cuello del que colgarse, abandonado como está por quien algún día se sintiese adornado por sus cuentas engarzadas, es normal que esté gélido al tacto, que no presente la más mínima señal de la utilidad para la que fue diseñado.
Objetos inmersos en el olvido; un espejo me ve pasar.
Vuelvo la cabeza antes de irme y sigue ahí, como al principio, largo y desafiante, umbrío y silencioso; una habitación sin habitantes; un lecho desocupado; muebles mudos y paredes cenicientas. Mi corazón inevitablemente oxidado al final del pasillo.