Se termina agosto sin frío en el rostro, sino todo lo contrario y veo desde aquí cómo la luz va cambiando, poco a poco y a diario, del naranja-fuego veraniego a otra más suave (aunque todavía queda verano; ya verás, ya). El final de este mes, a mi entender, marca el fin de un año y el comienzo de otro, demostrando que las fuerzas naturales obligan al hombre a adoptar costumbres que prevalecen por encima de las convenciones científicas o gubernativas.
Por mucho que Julio César, Gregorio XIII, la Nasa o el Súrsum Corda se devanasen los sesos haciendo calendarios, ni el año empieza en enero ni mucho menos en primavera -por aquello de las estaciones- ni en el solsticio ni en el equinoccio: aquí, donde el sol y la temperatura hacen que todo se detenga -exactamente igual que ocurre en invierno en los sitios donde hace mucho frío- el año empieza en septiembre. Y termina más o menos en julio, dejando agosto como un período de transición entre el que termina y el que empieza.
Por mucho que Julio César, Gregorio XIII, la Nasa o el Súrsum Corda se devanasen los sesos haciendo calendarios, ni el año empieza en enero ni mucho menos en primavera -por aquello de las estaciones- ni en el solsticio ni en el equinoccio: aquí, donde el sol y la temperatura hacen que todo se detenga -exactamente igual que ocurre en invierno en los sitios donde hace mucho frío- el año empieza en septiembre. Y termina más o menos en julio, dejando agosto como un período de transición entre el que termina y el que empieza.