sábado, 14 de febrero de 2009

Carta de Amor.

Queridísima señorita:

No tengo momento para el descanso ni para conciliar el sueño desde que la ví por primera vez; ni siquiera puedo, y disculpe la libertad que me tomo al decirlo, defecar en paz, tal es el desasosiego que siente todo mi ser a causa de su ausencia.
Me estremezco al recordar su largo pelo negro, con toda esa caspa blanca que, haciendo contraste con el fondo oscuro por el que resbalaba suavemente, hacía que el conjunto pareciese el cielo estrellado de una plácida noche de verano. Y el tufillo de sus axilas sin depilar ¡ni las flores más hermosas gozan de tal fragancia! ¡Y sus delícadísimos pies, con ese aroma entre queso semicurado y jamón rancio! ¡Cómo los echo de menos y a su hedor embelesante!
El sabor de sus besos, señorita, es inenarrable, sobre todo los de después de tomarse usted 3 vasos de orujo de 65º y fumarse un cigarro puro ¡qué besazos! -y disculpe mi exclamación- ¿Cómo podría olvidar esos sabrosos besos, ósculos divinos de indescriptible paladar salchichonero? Expelo ventosidades por el ano con sólo rememorarlo; ventosidades, por cierto, en nada comparables a las expelidas por usted, un regalo aromático sólo al alcance de refinadísimas pituitarias y sólo comparable a sus también paradisíacos eructos ajo-choriceros.
Aún guardo en una cajita de mi secreter algunas costrillas de su grasienta piel y alguna que otra bolita de cerumen extraídas, en un momento de lujuria desenfrenada, de sus entrañables pabellones auditivos. Las guardo celosamente bajo llave, como el preciado tesoro escatológico que constituyen y que no cambiaría por todo el oro del mundo: algún día en el futuro, cuando los científicos de épocas venideras las analicen, le aseguro, señorita, que quedarán asombradísimos ante tamaña muestra de perfección de tocinismo ilustrado. A veces, en la zozobra de la añoranza, las chupo un poquitín para consolarme.
Aparte esas costrillas, no conservo suyo más que el lindo pañuelo, lleno de mucosidades de un precioso tono verdoso con irisaciones sanguinolientas, que se dejó usted olvidado la última vez que nos vimos: con él enjugaré mis lágrimas, que no son más que la muestra de mi aflicción al no poder estar literalmente adherido en este momento entre sus angelicales y pringosos brazos. Pero no se preocupe: dejaré los mocos en el pañuelo como recuerdo imborrable de aquella noche de viscoso frenesí.
Quiera el Cielo que siga usted sin lavarse y sin cambiarse de bragas, señorita, al menos hasta que volvamos a encontranos y a compartir esta pasión mugrienta que nos invade y atufa en tan agradable e irrefenable forma. Yo por mi parte le hago firme promesa de no mudarme de calzas ni calzones hasta ese tan deseado momento y, a ser posible, mancharé esos últimos con mi caldoso palomino y gotitas de orines, en prueba de lo indeleble del amor que por usted siento.
¡Señorita, estoy loco por sus ocenas crónicas y por los polutos poros de su piel En el deseo de volver a estrujar sus siempre suculentos granos de pus, caigo de rodillas ante las uñas sin cortar hace meses de sus queserísimos pies.

Siempre sucio:
Javier Seto Cala-Moya