sábado, 29 de noviembre de 2008

Carne de Membrillo



Desde la ventana se puede ver en primer plano un árbol de membrillos, frondoso y cargado de estos frutos amarillos y cubiertos de una pelusa característica. Este árbol estuvo antaño a punto de desaparecer, prácticamente seco y medio muerto; no daba fruto alguno y sus varas, cada vez más escuchimizadas, eran simples palos sin hojas, y si tenían alguna, estas mostraban claros signos de agonía, invadidas por el ocre, todo su verdor perdido.
Se había discutido entre los dueños de la casa la conveniencia de arrancarlo de raíz por si era víctima de alguna plaga que pudiese extenderse al resto de plantas del jardín, o por si algún topo había decidido anidar cerca, taparle la topera u obligarle a emigrar a base de venenos u otros repelentes. Tal y como estaba, casi seco, sin hojas, sin frutos y probablemente enfermo sin remedio, sobraba en aquél mal aprovechado arriate.
Sin embargo, a quien en su día lo plantó y cuidó para ayudarle a salir adelante, le parecía que había que darle una última oportunidad al pobre vegetal antes de practicarle la eutanasia por la vía rápida.
En un rincón oscuro del sótano de la casa se guardaba una vasija que contenía las cenizas del abuelo, el padre de la dueña, quien, siendo original de otro lugar, había ido a morir a aquellas tierras, pidiendo ser icinerado en su última voluntad. En un momento de extraña inspiración, aquél que se había opuesto a acabar con el membrillo, cojió la vasija y sin decir nada a nadie, enterró las cenizas al pie del desangelado arbusto: unos días después, incluso sin ser la época propicia para ello, empezó a soltar algunos tímidos brotecillos verdes por las ramas más bajas, lo cual sirvió de argumento a su defensor para explicar que no había que arrancarlo; nadie, excepto él, sabía lo de las cenizas.
Pasadas unas semanas el frutal presentaba un magnífico aspecto, revestido de verdes hojas, cada vez más frondoso y vivo. Al llegar el otoño estaba cargado de frutos, incluso en mayor cantidad y más apetitosos que los demás de su especie que habitaban en el mismo jardín. Todos se alegraron de la recuperación de la planta y reconocieron que se habían equivocado al no querer darle una oportunidad.
La dueña de la casa tenía (y tiene) por costumbre, al recoger los frutos de las plantas que pueblan el jardín (ciruelas, membrillos, granadas, moras, higos, tomates...), hacer con ellos diversas compotas, jaleas, mermeladas y otras confituras por el estilo, entre las que se cuenta una excelente carne de membrillo, de la que el principal protagonista, por abundancia y calidad del fruto, es el dichoso arbolito de nuestra historia.
Al final, el tema de las cenizas hubo de ser descubierto, lo que provocó que algunos miembros de la familia censuraran a aquél que las enterró al pie del membrillo sin haber consultado, al menos, a la viuda del finado. Sin embargo, su hija, la dueña de la casa, hacía cada vez mejor el delicioso dulce y, si antes solía poner cuidado y esmero en todo lo que hacía, ahora le daba un toque especial de cariño y ternura que convertía el proceso, desde la recolección de los frutos al reparto de porciones de dulce para todos y cada uno de sus familiares próximos, en un ritual que se repite todos los otoños.
En mi habitación como un trozo del dulce con queso de cabra curado y pienso que mi padre, de alguna forma, sigue estando ahí, mezclado en la esencia que mantiene vivo al antes desahuciado y ahora espléndido membrillo resucitado con sus cenizas.