"Pa poca zalú, ninguna", que diría el Virginiano. Todo era tan bello. El mundo de repente se había transformado en algo digno de ser conocido, en un poseedor de profundos y maravillosos secretos merecedores de ser descubiertos. La tristeza había sucumbido ante la desbordante felicidad de sentirse vivo: Dios existía y se podía resumir en la más dulce de las sonrisas. La música sonaba nueva, el aire olía a exóticos y atractivos perfumes, el agua sabía a néctar y todo se veía nítido, limpio, infinitamente despejado y claro. La luz se expandía poderosa, abriéndose paso entre las tinieblas como un cuchillo afilado hiende la mantequilla. El amor y la ilusión de sentirse comprendido, como eficaces quitamanchas, habían borrado penas y desengaños... ...Al despertar, la atmófera gris y pululienta casi no me dejaba respirar. En la boca un regusto resacoso a estricnina, acre y amargo, venenoso. Muebles llenos de polvo y telarañas, viejos y arrinconados, inservibles. Dios era el Diablo disfrazado, riendo sarcásticamente, disfrutando de su triunfo, del éxito de su artilugio. Pregunté por lo ocurrido durante el sueño, pero por respuesta sólo recibí desprecio y un desdén frío y calculado, torturante, hiriente, desolador... Todo se había vuelto sórdido y feo, sucio y borroso. Sólo la oscuridad y la extraña sensación de estar muerto en vida. Grité mil y una maldiciones, quise morir DE VERDAD, dejar de ser la sombra errabunda en la que me había convertido de repente, un fantasma con carné de identidad. Todo en vano: las puertas del infierno se habían cerrado definitivamente conmigo dentro. Y la visión eterna de la sonrisa del Diablo - la misma que tomé por una prueba de la existencia de Dios- sería mi particular y exclusiva tortura infernal. Pa poca zalú, ninguna...
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