sábado, 11 de julio de 2009

Operarios.

En la cuesta del Palenque, justo al empezar viniendo de Cuatro Caminos y casi en la "Y" que forma con Alcubilla, ponía el ya desaparecido Trompi su taller ambulante. Aquello era una especie de carrillo de helados o chucherías reformado en banco de trabajo, con unos cajones laterales para guardar las herramientas y útiles, blindado con chapa y que se quedaba por la noche en medio de la acera, rodeado de cadenas y candados.
En el taller del Trompi se arreglaban varillas de paraguas, carritos de niño chico, frenos y radios de bicicletas, todo tipo de chapucillas a algunas motos y trastos viejos y apaños por estilo. Eso si dabas con el tío porque a veces, a pesar de que el "taller" estaba "abierto", al Trompi no lo encontraba ni la Interpol disfrazada de Fantomas contra Scotland Yard.
Al niño del Parra, el del kiosko de mi calle, al Churrete concretamente, le llaman así desde sus tiempos de aprendiz en un taller de la calle Córdoba, el de Ortega, que estaba pasando la fábrica de hielo donde ejercía de mecánico de mantenimiento Juan El Nevera (también fallecido) quien contaba que en el año 1900 veintitantos fue a Éibar a comprar una bicicleta a la fábrica de Orbea. Según él, la bici costaba unas 300 pesetas: una vez reunida la cantidad necesaria, conseguida después de haber estado ahorrando entre tres amigos durante varios años y que incluía algún estipendio para el viaje y los billetes de tren, sortearon quién iba a ser el encargado de ir a por el cacharro, pues en aquella época no existían distribuidores o concesionarios -lo mismo que recuerdo que le ocurrió a mi padre con su primer seiscientos, ya en los años 60, que tuvo que ir a Madrid a recogerlo y traerlo conduciéndolo él- y el dinero reunido con tanto esfuerzo sólo alcanzaba para costear el viaje de uno de ellos. Después, ya con la bici aquí, se sorteó quién sería el primero en utilizarla puesto que, lo mismo que habían dividido el costo de la operación en tres partes iguales, así disfrutarían del vehículo, es decir, cuatro meses cada uno.
Recuerdo la antigua manufactura de conservas de atún en Barbate, el colegio nos llevó una vez de visita/excursión (qué buenos son los cuervos marianistas, qué buenos son, que nos llevan de excursión: sstomo lirio, sstomo rossa, sstomos lindas maripossass; ¡ay qué asco de mujeres, habiendo hombres como claveles!). La manufactura sólo era una parte del proceso, pues las latas venían fabricadas de otro lugar -posiblemente de alguna fábrica metalúrgica norteña- y se restringía a la limpieza y troceado de las partes aprovechables del pescado y a su posterior envasado en latas de diferentes tamaños. Había unas a modo de medianas albercas con agua salada hirviendo donde, por medio de un sistema de poleas y ganchos, se sumergían los trozos de carne antes de enlatarlos.
Al final de Algarve tenía su taller de relojería el padre de Ángel Tristán. En su casa del callejón de Catalanes tenía una prolongación del taller, justo en la misma casa donde los hermanos cadáveres (los Pantoja) reparaban radios, televisiones y tocadiscos.
También recuerdo la vendimia o algunos embotellados de las bodegas jerezanas, cómo evolucionaban en su parte mecánica/automatizada al tiempo que se iba prescidiendo cada vez de más trabajadores.
Cerca de mi casa había un taller de costura, donde casi todas las tardes se reunían unas 10-12 mujeres y se liaban a coser tejidos de todo tipo, bien con dedal, hilo y aguja, bien a máquina; a ésta se la hacía funcionar a base de accionar un gran pedal conectado a una polea la cual, por medio de unas correas de cuero, movía el mecanismo que hacía subir y bajar a la aguja enhebrada.
También recuerdo el olor a viruta de las carpinterías y el del cuero agrio del zapatero remendón; los chiquillos íbamos a mirar cómo trabajaban estos obreros manuales y, si no dabas la murga, hasta te dejaban probar alguna herramienta para distraerte.
Y, por supuesto, recuerdo el olor que salía (y sale) del obrador de Guerrero en la calle Ancha de Sanlúcar, donde pasé una parte de mi infancia. El olor inolvidable de las bizcochadas.

(Y todo esto ha sido porque al jardinero, igual que a mí, no le gusta eso de llamar talleres a los seminarios y tertulias, aunque si miráis el diccionario de la RAE, veréis que la segunda acepción de taller es sinónimo de seminario o escuela. Sí Perico, mal que nos pese, sí)

1 comentario:

  1. La mención de "los hermanos cadáveres" me ha dejado impresionada :D
    ¿Eran familia de Tim Burton? ¿Se parecían a Marilyn Manson?

    Y ¡qué bonito apellido el del relojero de la calle Algarve! (no es porque me hayan abducido los *wagnerianos, no).

    En cuanto a la práctica de llamar "talleres" a los cursos o seminarios, me parece a mi que es por dar una falsa impresión de laboriosidad.

    La palabra "taller" nos transmite la percepción subliminal del trabajo físico, minucioso, artesano. Al aplicar el término a los "cursillos" o "clases" se intenta hurtar esa esencia para implantarla en otra historia que, objetivamente, ni transmite laboriosidad, ni minuciosidad, ni buen hacer.

    ¡¡Ah!! Si el espíritu gremial levantara la cabeza!!

    P.D.: ¿alguien ha dicho bizcochadas?? ÑaaaaaaaaaaammmMMM!!

    *Wagnerianos: dícese de unos seres rubios y enérgico-melancólicos, parientes cercanos de los espirobitas.

    ResponderEliminar